Si analizamos el derrotero de las políticas educativas nacionales durante el período de la democracia que se inició en 1983, es posible identificar líneas de continuidad en las diferentes administraciones. Estas persistencias explican el camino descendente de nuestro sistema educativo. Cabe mostrar este fenómeno para identificar una posible línea de acción para remontar la caída.
El elemento más destacado es la expansión a través de la sobreutilización de la capacidad instalada y la reproducción sin cambios del modelo pedagógico tradicional. Aunque en los años 70 la Argentina había creado las escuelas de proyecto 13 que introducían modificaciones e iniciaban un proceso de cambio acorde con los nuevos tiempos, en la salida democrática se entendió que la vía a la democratización era ampliar los alcances sociales de la escuela tradicional incluyendo la democratización de las pautas de socialización internas y modificando algunos contenidos en las disciplinas destinadas a la formación ciudadana.
En los 90 se hizo una reforma educativa que abarcó la actualización de los contenidos disciplinares acorde con los últimos desarrollos de cada una de las materias, una transformación de la estructura pedagógica del sistema y una completa descentralización de la gestión y administración de todos sus niveles. Esta última medida desvió a las provincias cualquier posible cambio en la “cuestión docente”. No se incursionó en ese campo, más allá de la oferta de capacitaciones.
En 1997, la instalación de la carpa blanca de los docentes en la plaza pública como modo de protesta mostró que la política de expansión social recargando la capacidad ya instalada no tenía otro destino que el deterioro de la calidad. De allí en más los profesores pasaron a tener más horas de clase por semana de las que existen realmente, los maestros a desempeñarse en doble turno, lo que, combinado con la caída de los salarios, generó incentivos negativos para el reclutamiento de los aspirantes a la carrera magisterial.
La crisis de 2001 mostró, parafraseando a Sarlo, que ya nada sería igual; que la Argentina integrada y educada era un pasado que sería difícil proyectar al futuro. De allí en más el gobierno de la educación fue ejercido en contubernio con los sindicatos docentes conformados, como tales, en los años 70 bajo el modelo de la representación corporativa en la que los trabajadores soportaban la explotación a través de la resistencia al trabajo. La demanda estuvo centrada en disminuir el esfuerzo, la evaluación y las exigencias pedagógicas que acompañaron un reclutamiento que fue abandonando el terreno de los aspirantes al escalafón profesional para centrarse en quienes obtienen con él la estabilidad y protección del Estado.
En esos años se inventaron las escuelas para pobres que se iniciaron en la ciudad de Buenos Aires bajo el nombre de escuelas de reingreso. No fuimos los únicos, en toda la región se armaron escuelas secundarias que trataban de dialogar con los jóvenes de los sectores más desfavorecidos. Sin embargo, nosotros lo hicimos desde nuestro “progresismo pobrista”. Las primeras escuelas de este tipo se crearon en la ciudad de Buenos Aires, sus docentes y directivos se convocaron a partir de su vocación de militantes por la causa social, para que pusieran en juego su voluntad de sostener a los jóvenes dentro del sistema escolar. Uno de los argumentos de justificación fue: “Es preferible crear escuelas y no cárceles”, que delató la preocupación por el control del riesgo social sobre la del derecho del aprendizaje. Se generó un discurso cuasi místico en favor de la inclusión y se apeló a una pedagogía compasiva que luego se alimentó con las teorías de la des-colonización que hicieron de la enseñanza un acto de avasallamiento y dominación sobre las culturas de origen de los alumnos.
Afortunadamente los años 90 instituyeron las evaluaciones nacionales y la inclusión del país en mediciones internacionales que nos han proporcionado los datos que muestran nuestra progresiva caída en los resultados educativos, ya sea que nos comparemos con nosotros mismos en el pasado, o con otros países del mundo y de la región. Los datos dan cuenta de los efectos de erradas metodologías y visiones ideológicas que han debilitado hasta casi anular la función docente de la escuela.
El derrotero declinante está acompañado por dos procesos que lo profundizan y complejizan los caminos de superación. Por una parte, en los últimos 20 años en la sociedad argentina creció no solo el número de pobres, sino que también se modificaron las condiciones de vida de esta población hoy atravesada por la violencia y la desintegración que genera la penetración de la cultura narco.
Paralelamente desde la segunda mitad del siglo pasado en adelante, el mundo está atravesando una mutación que para muchos autores importa un cambio de era que exige poner en revisión las instituciones, que como la escuela, tienen la función de hacer posible el traspaso generacional del saber acumulado por las generaciones pasadas. Cumplir con ese cometido en un momento donde todo cambia exige políticas muy difíciles de llevar adelante con un sistema que se ha acostumbrado a hacer funcionar en el vacío el engranaje que se mueve, en un simulacro que no genera ningún cambio y ni siquiera deja huella. Solo así se explica que luego de 15 años de escolarización el 85% de los alumnos no alcance niveles razonables en matemáticas y el 42% en lengua.
Estamos arrojando salvavidas y discutiendo cuáles de ellos son mejores, y es lógico que así lo hagamos ante el espectáculo de los hundidos; pero habría que advertir que los salvavidas sirven para rescatar al caído, y necesitamos un barco sólido para navegar el futuro.
Miembro de la Coalición por la Educación y del Club Político Argentino