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Las provincias, el límite invisible del ajuste libertario

La tensión entre la Nación y las provincias ha sido, desde siempre, una de las grandes grietas estructurales de la Argentina. Los gobernadores han dado el primer paso en un camino tan inevitable como tortuoso: comenzar a tomar distancia de Javier Milei y de su entorno.

A ellos se suman, con toda seguridad, figuras como Nacho Torres —quien fue denunciado penalmente por “chantaje, extorsión” y “abuso de autoridad”, además de haber sido maltratado en redes sociales por el propio Javier Milei—, Maximiliano Pullaro (Santa Fe), Martín Llaryora (Córdoba), Rogelio Frigerio (Entre Ríos), los peronistas Osvaldo Jaldo (Tucumán) y Raúl Jalil (Catamarca), o el radical Gustavo Valdés (Corrientes).

Son dirigentes combativos y curtidos en el arte de la política. Pero lo que parece, a simple vista, apenas un movimiento táctico, es mucho más profundo: estamos asistiendo a un nuevo capítulo de la histórica disputa entre el poder central y las provincias.

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Hoy, esa tensión alcanza niveles críticos. Las provincias enfrentan un escenario dramático: ingresos en caída, consumo retraído y responsabilidades impostergables como salud, educación, seguridad y contención social. Gobernar en el interior no es solo un ejercicio discursivo: implica responder, cada día, a la demanda concreta de servicios básicos.

En este contexto, los mandatarios provinciales se preparan para dar una pelea tanto política como técnica. A partir de hoy buscarán unificar posiciones y avanzar en el reclamo de una reforma fiscal urgente que permita compensar la pérdida de recursos que golpea con dureza sus economías. No se trata de un capricho: el ajuste que Milei exhibe en las cuentas nacionales se logra, en gran parte, transfiriendo costos y déficit a las arcas provinciales.

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El impacto no es menor. Según un informe compartido entre los propios gobernadores, las provincias sufren una pérdida estimada en casi $2,5 billones en moneda homogénea, lo que equivale al 0,3 % del PBI. Comparado con 2023, la caída acumulada ronda los $7,4 billones, es decir, casi un 1 % del PBI.

Para dimensionar la magnitud: los fondos coparticipables representaron este año el 45 % de los ingresos provinciales. Cada punto porcentual que desaparece se traduce en hospitales que frenan servicios, escuelas sin insumos o sueldos estatales que se retrasan.

No es casual. La historia argentina está tejida sobre esa grieta original. Desde los albores del siglo XIX, el país osciló entre proyectos unitarios —con Buenos Aires como centro político y económico— y proyectos federales, donde las provincias reclamaban autonomía, recursos y reconocimiento político. La disputa no es solo administrativa o fiscal: es cultural, económica y simbólica.

El siglo XX mantuvo ese pulso. Aunque la modernización del Estado nacional y la urbanización fortalecieron la gravitación porteña, el federalismo nunca desapareció. Cada crisis económica ha terminado revalorizando el peso de los gobernadores. Ocurrió en el derrumbe de 2001, cuando los mandatarios provinciales fueron actores centrales en la transición que llevó a Eduardo Duhalde al poder. La política argentina se escribe en Buenos Aires, pero muchas veces se define en el interior.

Osvaldo Jaldo, gobernador de Tucumán, lo expresó con una claridad inusual para la retórica política argentina: “Puedo ser dialoguista, pero cuando se vulneran los derechos de los tucumanos, el diálogo será más firme. El Gobierno tiene que entender que no puede pretender que a la Nación le vaya bien mientras hunde a las provincias. Eso no existe. O nos va bien a todos, o nos va mal a todos.”

Esa frase no es solo una postura defensiva: es el germen de una narrativa política que podría transformarse en la próxima oposición real. Porque lo que está en juego no es solo dinero, sino el equilibrio federal que define a la Argentina desde 1853. La Constitución consagra un federalismo de recursos y responsabilidades, pero la realidad lo ha distorsionado: la Nación concentra la caja, mientras las provincias administran la mayor parte de los servicios esenciales para la ciudadanía.

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Ignacio Torres, gobernador de Chubut, también marcó un perfil diferenciado. Desde el foro “Energía Chubut 2050”, propuso algo disruptivo: un nuevo pacto fiscal que devuelva a las provincias el control de recursos que hoy recauda la Nación. “Hay un gris en un montón de impuestos que se están recaudando con asignaciones específicas, como rutas o puertos. O se eliminan o se descentralizan”, planteó. No es menor: Chubut es productora de petróleo, gas y pesca, sectores gravados por tributos nacionales cuyo rendimiento económico no siempre regresa al territorio.

La historia argentina demuestra que las provincias son siempre el límite invisible del centralismo porteño. Cada vez que el poder central creyó que podía gobernar solo, el territorio le recordó sus límites. Es una constante histórica: la Nación escribe el relato; las provincias pagan la factura.

Hoy, la épica libertaria choca con esa realidad. Milei ha elegido la demolición como método, pero la reconstrucción de la Argentina exige acuerdos, redistribución de recursos y gobernabilidad. Sin las provincias, ninguna estabilidad es posible. La política real —la que se ejerce en los territorios— comienza a despertar tras el shock Milei.

Quizás esta rebelión silenciosa esté dando el puntapié inicial a la nueva arquitectura del poder argentino.

No hay futuro posible si la Nación crece a costa de provincias empobrecidas. El verdadero ajuste que falta es el del poder, para que vuelva a repartirse con justicia.

MC/EM

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